domingo, 20 de enero de 2013

La pintura mural y su técnica de arranque


La pintura mural románica se realizaba con la técnica del fresco, la cual consiste en aplicar los pigmentos diluidos con agua de cal cuando el enlucido del muro está todavia húmedo (fresco). Al secarse la pintura la cal cristaliza, formando así pintura y muro un todo compacto muy sólido. No obstante, por razones de conservación se puede arrancar el fresco del muro, un procedimiento que se ha venido practicando en Italia desde tiempos antiguos. La idea es extraer las pinturas de su soporte original (el muro) y traspasarlas a un nuevo soporte (la tela).
 
Esta operación se inicia protegiendo y consolidando la capa pictórica con goma arábiga o laca blanca. Acto seguido se aplican sobre la pintura dos capas consecutivas de telas de algodón con cola orgánica con el fin de que éstas se adhieran a la superficie. Cuando estas telas están bien pegadas a las pinturas, se procede a arrancarlas mediante suaves toques de escarpa y martillo. En este momento puede decidirse la técnica de arranque a utilizar: Se puede utilizar la técnica del strappo que  consiste en arrancar sólo la capa pictórica sin el mortero de preparación, o bien, la técnica del stacco, en la que además de la capa pictórica se arranca también el mortero de preparación. La decisión entre una u otra técnica depende de la condición de las pinturas a arrancar. A medida que se van separando de la superfície se van enroscando para evitar posibles roturas. Una vez arrancadas, las pinturas se traspasan a la tela con caseinato de calcio y una vez ya están adheridas a su nuevo soporte, se pueden eliminar las telas de arranque. Finalmente, las pinturas se montan sobre un bastidor plano o curvo, este último reproduciendo la arquitectura original de la iglesia sobre la que se encontraban las pinturas (ábside,etc.).
 
En Cataluña tenemos un caso muy particular que nos ilustra la técnica de arranque que se llevaron a cabo con un cierto número de pinturas murales románicas. Entre los años 1919 y 1923 la  Junta de Museus, con Joaquím  Folch i Torres como director, adquirió una serie de conjuntos pictóricos murales de diferentes iglesias en una campaña que pretendía salvar los mismos de la exportación. Era una época  en que varias pinturas murales ya habían sido vendidas al extranjero y se pretendía conservar el resto en el país. La mayoría de las pinturas arrancadas se hizo mediante la técnica del strappo y el procedimiento fue llevado a cabo por el restaurador italiano Franco Steffanoni con la ayuda de Arturo Dalmati y Arturo Cividini. Estos conjuntos murales, que proceden sobretodo de iglesias del valle de Boí, forman parte en la actualidad de la colección de arte románico del Museu Nacional d'Art de Catalunya (MNAC).
 
La pregunta a hacernos es, ¿dónde creemos que deberían estar estas pinturas, en su lugar de origen y para el que fueron creadas o en un museo? Aquí comienza una polémica que ya ha venido generándose desde hace siglos.. Podemos poner el caso de los relieves del Partenón en Grecia, comprados y trasladados a Londres por Lord Elgin y que en la actualidad podemos ver en el British Museum. ¿Hasta qué punto podemos decidir sobre el destino de una obra de arte? Claro que, como en la mayoria de decisiones, hay argumentos a favor y en contra. Los argumentos a favor en el caso que nos ocupa de las pinturas murales románicas son que existen numerosas causas de deterioro de un fresco, pudiendo ser éstas de naturaleza mecánica, física, química, bacteriológica, así como existentes desde el principio pero también sobrevenidas. La mayor y más frecuente causa de deterioro de un fresco es la humedad. Hemos de tener en cuenta que la mayor ventaja de encontrarse una obra de arte en un museo será, sin lugar a dudas, su correcta conservación. Cuando una obra de arte entra en un museo se procede en primer lugar a catalogarla, y previamente a su exposición al público, un conservador- restaurador será la figura encargada de dictaminar las condiciones apropiadas para su conservación, tales como la temperatura idónea, la iluminación adecuada,etc. Estas condiciones "ideales" para la obra de arte sólo son posibles en un museo, eso sin hablar de las condiciones de seguridad y protección de la obra. Los argumentos en contra, como no, son la descontextualización de la obra. En este caso son obras de temática religiosa y concebidas para estar en un lugar sacro como es  el interior de una iglesia,  lo que deriva en una iconografía determinada e incluso en un formato determinado que busca adaptarse al marco arquitectónico en el que se encuentran y que, una vez colocadas en una  fría sala de museo, pierden algo de su esencia y significado. Es entonces cuando volvemos a replantear la pregunta del principio, ¿hasta qué punto "debemos" decidir sobre el destino de una obra de arte? Como siempre, la polémica está servida.

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