La muestra permite contemplar obras exquisitas, raras veces expuestas de algunos de los autores más famosos y deslumbrantes de la pinacoteca: Fra Angelico, Patinir, El Bosco, Mantegna, Durero, Rafael, Velázquez.
Como auténtico microcosmos de la historia de la pintura se puede definir la selección que ha efectuado el Museo del Prado de obras de muy diversas escuelas y géneros, con fechas que van desde el siglo XIII hasta comienzos del XX, y toda clase de técnicas –óleo, temple, dorado, técnicas mixtas– y soportes –lienzo, tabla, cobre, pizarra y papel, sin que falten esculturas y relieves de mármol, alabastro, madera, bronce, marfil y plata.
Esta disparidad obliga a considerarlas desde un punto de vista diferente del que impondría un criterio más restringido e induce a cada cual a inventarse su propia ruta. El principio de la concepción de la muestra se basa en los diversos espacios que se plasman, contienen y encierran en los cuadros, atrapando al mismo tiempo su belleza artística y haciéndolo de manera aún más llamativa por ser de dimensiones reducidas, ya se deba esta elección a que se trate de un boceto para una obra mayor o a que tenga un carácter íntimo; en ambos casos –sobre todo en el segundo–, hay un proceso en el cual lo que el artista quiere transmitir se concentra y adensa.
Estos espacios son el natural, el arquitectónico y el mental, es decir, los espacios que habitamos y el que está a su vez encerrado en nuestro interior. Y del espacio mental saldrá otro, el de lo sobrenatural, de tanta relevancia en el arte: el espacio del milagro y el prodigio, que se rige por sus propias leyes, el espacio del cielo y del infierno, y del ser humano arrastrado a uno u otro.
El itinerario comienza por la arquitectura –doméstica y urbana, de interior y de exterior, realista o fantástica–, que compone los diversos marcos de la vida: la casa, la ciudad, la iglesia, la taberna, el teatro, el palacio, la cabaña, el lugar de trabajo o el estudio del artista, con sus diversas funciones como cobijo, símbolo, ornamento…
Por ejemplo, dentro de la iconografía religiosa y en fechas cercanas, poco después de 1420, el mismo tema ha sido tratado de maneras paradigmáticamente distintas en dos obras, una atribuida al flamenco Robert Campin, precursor de los esplendores de los hermanos Van Eyck –aunque se ha propuesto también el nombre de su discípulo Jacques Daret–, y el toscano Fra Angelico, cuya Anunciación –incluida por las deliciosas escenitas de la predela– se suma a la renovación arquitectónica de Brunelleschi, mientras que la del primero se sitúa en una iglesia gótica transpuesta en interior.
Una vista urbana modélica en la historia del arte es el fondo del Tránsito de la Virgen (h. 1462), de Mantegna, enmarcado por una perspectiva clasicista; la perfección de la estructura general, tan geométrica y depurada, no pierde nada por sus pequeñas dimensiones, antes bien se concentra como un vaso de esencias misteriosas; en ella se integran perfectamente, sin disonancia alguna, ese espacio real y otro mental, escenario de un acontecimiento sobrenatural aunque tratado casi dentro de los parámetros de un hecho natural.
Hay también arquitecturas fantásticas como la renacentista de la espléndida Virgen de Lovaina del “romanista” Van Orley, que en su Bruselas natal asimiló el estilo de Rafael para crear curiosas síntesis, o la de la Torre de Babel, una de las numerosas copias o variantes de obras de Bruegel el Viejo por su hijo Pieter.
El XVII es testimonio de la admiración por la Antigüedad como modelo cultural y estético, según vemos en El Vado, de Claudio de Lorena, o en El Arco, de Domenichino, admiración que en el XVIII es ya sobre todo nostalgia, como en las Ruinas con la pirámide de Cayo Cestio, del Emiliano Giovanni Paolo Pannini, con quien por primera vez se toma una ciudad como asunto pictórico.
No faltan tampoco las escenas de interior; en ocasiones, se aumenta su misterio iluminándolas con velas o antorchas en busca de efectos dramáticos, como en La Coronación de espinas, de Leandro Bassano, y en dos escenas evangélicas de la primera mitad del XVII de Hendrick van Steenwijck (originario de Amberes), mientras que el alemán Elsheimer, precursor del paisaje moderno, lo hace en los primeros años del mismo siglo en una escena de exterior, Ceres en casa de Hécuba.
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